
Lo que tienes ante ti es una abeja. Por su coloración, podría parecerte una avispa, incluso vuelan con las patas colgando como ellas, pero ese denso bello rojizo la delata, al igual que verlas libar el néctar de los jaramagos con su lengua. Cuando se habla de abejas, lo normal es que pienses en la abeja doméstica (Apis mellifera), esa que vive en sociedades y de la que el hombre ha sabido beneficiarse desde hace siglos. Pero la verdad es que, de las más de 1000 especies de abejas existentes en la Península Ibérica, la abeja doméstica es una excepción en su modo de vida, ya que la inmensa mayoría de especies son solitarias y cada hembra se tiene que currar por si sola su propio nido. Muchas especies de abejas presentan patas dotadas de un denso bello con el que recogen el polen que almacenan en sus nidos para alimentar a su futura descendencia. Una vez la despensa de polen esté lista, colocan los huevos de los que salen unas larvas que se alimentan del preciado alimento. Parece que la fama de buenas trabajadoras, siempre otorgada a las abejas domésticas, trasciende familias, géneros y especies. Pero, esto no ocurre con la abeja de la fotografía: Nomada agrestis, en la cual, la ausencia de pelos en sus patas denota una forma de trabajar distinta o de no trabajar… Podrías pensar que esta abeja almacena el polen en otro lugar, como lo hacen otras especies de abejas que llevan el polen debajo del vientre, por ejemplo, pero la realidad es mucho más rebuscada si me permites usar la expresión. Nomada agrestis, como todas las especies de su género, se aprovecha de los recursos recolectados y almacenados por otras especies de abejas para criar su descendencia, una relación conocida como cleptoparasitismo. La avispada abeja deja un huevo en el nido de otra especie de abeja, que eclosiona antes que los huevos del hospedador y la larva se come la reserva de alimento. ¿Para qué tanto trabajar recogiendo polen si ya lo hacen otras por mí?.